Herederos de una estirpe forjada en el sacrificio y la constancia, estos trabajadores encarnan una vocación incansable que trasciende geografías y desafía cualquier inclemencia climática. Su entrega cotidiana constituye un pilar insoslayable para que el hombre pueda seguir trazando, con dignidad y determinación, su rumbo sobre las aguas del mar argentino.


En los astilleros argentinos, el tiempo no se mide con relojes, sino con el sonido del martilleo constante sobre el acero, con el chispazo de un soplete encendido y con el silbido del viento que atraviesa los varales y anguileras engrasadas para su desplazamiento. Cada 20 de abril se conmemora el Día del Obrero Naval, una fecha que no solo honra el esfuerzo diario de quienes trabajan sobre embarcaciones, sino que recuerda un hecho fundacional en la historia del sindicalismo: la creación, en 1917, de la primera organización gremial del sector, destinada a defender los derechos de estos trabajadores.
Más de un siglo después, la industria naval argentina sigue siendo un motor de desarrollo productivo y de generación de empleo calificado. Sin embargo, este nuevo aniversario encuentra al sector enfrentando desafíos profundos. Fuego cruzado e inexplicable. La apertura económica, la competencia desleal de mercados extranjeros y la falta de políticas industriales sostenidas ponen en riesgo una actividad clave para la soberanía y la producción nacional.
A pesar de ello, los obreros navales continúan su labor con una entrega que conmueve. Cada jornada comienza temprano y se interrumpe, a las 12 en punto, con el sonido familiar de una sirena. En ese momento, centenares de trabajadores se dispersan por los puertos, cascos en mano, compartiendo charlas y alimentos en una pausa tan necesaria como simbólica. Algunos buscan la sombra de una plazoleta, como en SPI Astilleros; otros se cobijan junto al sol en la Escollera Sur, o se sientan a comer junto a turistas y marplatenses en la Banquina Chica, como los trabajadores de Tecno Pesca Argentina.
En astilleros como Contessi, un comedor acondicionado les permite realizar esa pausa en un entorno cómodo antes de volver a las alturas o al interior de una nave, donde continúan con la construcción o reparación de embarcaciones. Para muchos de ellos, colgarse en silletas, quitar óxido o inspeccionar cada rincón de los barcos es más que un trabajo: es una responsabilidad y, sobre todo, una vocación.
Ni el frío, ni la lluvia, ni la niebla detienen a los obreros navales. Su labor, a menudo invisible para el resto de la sociedad, es indispensable para que la maquinaria de la industria naval y pesquera funcione. En cada embarcación que zarpa hay horas, días y meses de esfuerzo físico y conocimiento técnico. Por eso, las capacitaciones se han vuelto fundamentales: algunos aprenden desde cero; otros perfeccionan sus habilidades. El saber circula, se comparte, se transmite.
El país les debe más que un reconocimiento: les debe una política de Estado que los proteja o al menos le haga esquiva la piedra para seguir caminando. Porque no hay industria naval sin obreros navales, y no hay soberanía marítima sin quienes construyen y mantienen las embarcaciones argentinas.
Este 20 de abril, el saludo y la admiración hacia ellos es un acto de justicia. Porque son la voz de una tradición que no se apaga, la fuerza que empuja la industria, el acero que con su forjado y temple, cada día y en cada embate, termina haciéndose más fuerte.
Vaya desde esta redacción, saludo a todos, ingenieros o simples caldereros, todos aportan desde su lugar, el esfuerzo por una industria pujante y de mayor calidad.