En un país acostumbrado a la erosión constante del poder adquisitivo, los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) marcan un cambio de ritmo que no pasa inadvertido: los salarios han comenzado a superar a la inflación. En mayo de 2025, el índice de salarios creció un 3% mensual, acumulando un 17,2% desde diciembre y un notable 65,7% interanual. Al mismo tiempo, la inflación mensual descendió al 1,5%, su nivel más bajo en cinco años.
En un contexto históricamente marcado por la desvalorización del ingreso real, este fenómeno no es menor. Representa no sólo un alivio estadístico, sino un cambio cualitativo en la vida económica del país, sobre todo para los trabajadores que recuperan margen de consumo, capacidad de planificación y dignidad económica. El impacto positivo sobre la demanda interna, el comercio y ciertos segmentos de la industria es indudable.
Pero detrás de esta mejora en los ingresos, comienza a configurarse otra tensión menos visible, aunque no menos relevante: la pérdida progresiva de competitividad externa del sector productivo y exportador ante la pérdida de rentabilidad del sector. Con un tipo de cambio nominal prácticamente anclado y una inflación doméstica aún significativa, el llamado «atraso cambiario» empieza a sentirse con fuerza en los sectores que generan divisas, empleo industrial y valor agregado, aunque el Tipo de Cambio hoy está liberado pero sometido a un juego de tasas que de alguna manera somete cualquier intento de ajuste.
En este nuevo entramado de fuerzas macroeconómicas, marcado por una demanda global que presiona a la baja los precios y por estructuras de costos domésticos crecientes en dólares, se impone con claridad una realidad ineludible: dos actores históricamente beneficiados del orden económico argentino —el Estado y el sistema financiero— deberán reconfigurar su rol frente al nuevo paradigma.
La persistente carencia de crédito productivo, sumada a un régimen de tasas de interés reales persistentemente elevadas, ha restringido severamente la capacidad del sector privado para capitalizarse y reinvertir sus flujos operativos. Lejos de movilizar recursos hacia la inversión o la innovación, el sistema bancario continúa privilegiando su exposición al financiamiento del sector público, perpetuando así un esquema rentista de bajo riesgo y escasa vocación productiva.
Mientras los bancos sigan prestando fundamentalmente al Estado, y el Estado continúe absorbiendo recursos sin orientarlos al desarrollo estructural, la economía real permanecerá asfixiada, sin incentivos a la expansión ni herramientas para escalar en productividad o competitividad internacional. Este círculo vicioso no sólo limita el crecimiento, sino que desalienta cualquier intento genuino de progreso sostenido, innovación industrial o generación de valor agregado.
Revertir esta dinámica exige algo más que correcciones técnicas: requiere una redefinición profunda del contrato económico entre el capital financiero, el Estado y el sector productivo, donde el crédito vuelva a ser instrumento de desarrollo y no mero sostén de desequilibrios fiscales crónicos. Sólo entonces podrá emerger un modelo que no castigue al que produce ni premie al que especula. En este nuevo esquema, hoy, las tasas municipales y provinciales, como la presión tributaria del esquema nacional quedaron anclados en momentos de máxima evolución inflacionaria del país con el agravante de una presion insostenible al sector privado. Así lo vive el sector pesquero.
Mientras el salario en pesos argentinos gana poder adquisitivo en el mercado interno, los costos en dólares aumentan para los exportadores, erosionando márgenes y capacidad de colocación externa. Industrias como la alimentaria, la agroexportadora, la manufacturera pesquera y la tecnológica enfrentan crecientes dificultades para competir en mercados globales, justo cuando el país más necesita multiplicar sus fuentes genuinas de ingreso de divisas para honrar compromisos externos y poder crecer en infraestructura y logística.
Este desbalance entre el dinamismo del consumo interno y la fragilidad del frente externo plantea un dilema macroeconómico clásico: cómo sostener la recuperación del salario sin afectar la salud del aparato productivo que sostiene al país desde sus bases exportadoras. Porque sin generación sostenida de divisas, la estabilidad lograda —por ahora— con equilibrio de precios y disciplina fiscal puede volverse vulnerable ante cualquier sobresalto financiero o shock externo.
La recomposición del ingreso real es una excelente noticia. Que los salarios le ganen a la inflación no sólo devuelve poder de compra a los trabajadores, sino que también reanima sectores rezagados del comercio y los servicios. Pero sin una estrategia paralela de fortalecimiento del sector exportador —que incluya incentivos a la inversión, reforma logística, mejora de productividad y corrección del tipo de cambio real—, el riesgo es que esta mejora pierda sustentabilidad en el mediano plazo.
En definitiva, la Argentina de 2025 se encuentra en una encrucijada: ha logrado, con esfuerzo y cierto orden fiscal, estabilizar los precios y recomponer parcialmente los salarios. Pero aún debe resolver cómo equilibrar esa recuperación con una matriz productiva robusta, competitiva y exportadora, que no quede estrangulada por un escenario de dólar quieto y costos crecientes.
Los números del INDEC reflejan una señal de alivio y esperanza. Pero la sostenibilidad de ese alivio dependerá de que el país no se conforme con crecer hacia adentro. También deberá abrir caminos hacia afuera, con políticas que no enfrenten al salario con la competitividad, sino que los armonicen en un modelo de desarrollo más profundo, más justo y más inteligente.