Durante la última Conxemar 2023, la conversación entre pasillos no giraba en torno a recetas, sino a la caída abrupta en la demanda del langostino entero congelado a bordo. Pero lo que se discute, en el fondo, no son precios ni modas: es un cambio civilizatorio en la forma de comer y, por ende, de producir.
Tras la pandemia, la guerra ruso-ucraniana y la contracción del poder adquisitivo de las clases medias y altas de Europa y América, el consumidor cambió. Ya no se trata de un impasse coyuntural, sino de un nuevo paradigma: la mujer que trabaja tanto o más que el hombre y el hombre que prefiere no ensuciarse las manos pelando langostinos. La cena se volvió un trámite, y la cocina un espacio de paso, no de creación.
El hogar ya no huele a guiso ni a horno encendido; huele a microondas.
Las pescaderías abandonaron los pescados enteros —las escamas y las cabezas se volvieron residuos, no ingredientes— y los filetes envasados reemplazaron la tradición. No es el mar el que ha cambiado: es la paciencia del comensal.
Una industria mirando el espejo del pasado
La industria pesquera argentina continúa aferrada a un modelo que ya no se sostiene.
Si producir un filete de merluza cuesta 4.200 dólares por tonelada y el mercado paga 3.750, la ecuación no cierra, salvo que se maquille con trampas conocidas: subfacturación, sustituciones de especies o plantas “informales” que exportan con permisos milagrosos. La economía del parche disfrazada de estrategia nacional.
Pero el mundo no espera. Hoy exige productos fraccionados, listos para calentar y consumir. Las góndolas europeas se llenan de bandejas de un kilo, no de cajas de ocho. Sin embargo, seguimos construyendo barcos como si el futuro dependiera de pescar más, no de producir mejor.
Del nylon al valor agregado
Durante décadas, la industria se reconvirtió de extractiva a procesadora. Hoy, el desafío va más allá: transformarse en alimenticia. No basta con filetear; hay que cocinar, envasar, imaginar.
El éxito no lo tendrá quien pesque más toneladas, sino quien venda más gramos con valor. “Pescar menos para que valga más”, decían los viejos del muelle. Tenían razón.
Ejemplos sobran: empresas de Mar del Plata que producen platos listos para consumo directo, generando trabajo, innovación y rentabilidad. Mientras algunos aún discuten costos de hielo o nylon, otros diseñan packaging que viaja 13.000 kilómetros hasta la mesa de un europeo que no sabe pelar un camarón, pero paga por no hacerlo.
La ironía final
En el fondo, la historia es simple: quien no se adapta, desaparece.
El gofio desapareció cuando el gusto cambió.
El nigiri prosperó porque supo embalar su sofisticación en un bocado de arroz.
Y la industria pesquera argentina, si no entiende la ironía de ambos, corre el riesgo de ser la próxima antigüedad de la despensa global.
Charles Darwin lo dijo con claridad que trasciende mares y mercados:
“No sobreviven las especies más fuertes ni las más inteligentes, sino aquellas que mejor se adaptan al cambio.”
Quizá, el mar ya nos lo viene advirtiendo hace tiempo.
