En la vasta mitología griega, pocos monstruos fueron tan emblemáticos como la Hidra de Lerna: una criatura acuática de múltiples cabezas cuya regeneración implacable convertía cada intento de aniquilación en una lucha más ardua. No es gratuito recurrir a esta imagen para describir uno de los desafíos estructurales más persistentes de la Argentina contemporánea: el llamado “costo argentino”, una suma de distorsiones, ineficiencias y rigideces que, como la Hidra, se resiste a ser erradicada y parece crecer con cada intento de reforma.
Ni el más temerario de los héroes clásicos —ni siquiera el Hércules de la mitología— se atrevería, en uso pleno de su razón, a embestir sin titubeos esta monstruosa amalgama de irracionalidad operativa que constituye el entorno productivo argentino. Lo que aquí se presenta no es un mero conjunto de obstáculos, sino un verdadero laberinto kafkiano: sobrecostos logísticos que rozan el absurdo, una presión fiscal que no exprime sino que aniquila, una burocracia repetitiva hasta el delirio, industrias judiciales parasitarias, y un Estado fragmentado en capas superpuestas de incompetencia y descoordinación. Todo esto, incrustado en un armazón institucional deliberadamente resistente a toda transformación, celosamente custodiado por cárteles de intereses creados, que han aprendido a navegar —y a lucrar obscenamente— entre las ambigüedades normativas y la parsimonia estructural del aparato público.
Cuando esta estructura patológica se proyecta sobre el sector exportador, en particular sobre la cadena de valor de los productos marinos procesados para consumo directo, lo que Argentina arroja al mundo no es otra cosa que una grotesca transferencia de su ineficiencia intrínseca. La actividad extractiva, industrial y manufacturera no exporta competitividad, ni calidad, ni valor agregado real: exporta impuestos confiscatorios, penalidades burocráticas, costos artificiales y una opacidad operativa digna del peor de los manuales de la desidia estatal. Lo que se vende, en suma, no es solo pescado procesado: es una factura de ineptitud sistematizada, legitimada por décadas de complacencia política y mediocridad institucional.
El país arrastra una pérdida sistemática de competitividad. Mientras las exportaciones industriales argentinas comenzaron a perder terreno en el comercio mundial; otros países, readaptados al nuevo orden post pandemia estabilizaron y crecieron de manera sostenida los últimos 4 años porque reajustaron sus marcos macroeconómicos para permitir mayor competitividad, calidad y ajustando costos.
No se trata solo de manufacturas: la Argentina, aún con condiciones agroecológicas envidiables, tampoco logró capitalizar el auge de las materias primas, granos, cereales y alimentos en general ante un mundo ávido de proteínas. En carne bovina, su participación cayó a niveles mínimos e impensados, mientras que Brasil, Uruguay y Paraguay, con políticas más consistentes, escalaron fuerte. Y en el mercado de lácteos y quesos, la performance argentina permaneció estancada, al tiempo que Nueva Zelanda consolidaba su liderazgo global. De la pesca, el litoral marítimo argentino con sumo esfuerzo intenta no perder mercados, pero la realidad supera la imaginación. Argentina esta muy cara en dólares para competir y para recibir inversiones; peor aún, para sostener la horda de importaciones de bienes de uso que además genera una monstruosa exportación indiscriminada de divisas.
Los efectos de este deterioro son múltiples y profundos: no solo se reduce la capacidad de atraer inversiones y fomentar la productividad, sino que se restringen los ingresos reales de la población y se compromete la sustentabilidad macroeconómica. En un entorno que puede poner a prueba la balanza comercial, incluso haciéndola deficitaria a mediados del segundo semestre 2025. Un déficit comercial crónico, financiado mediante endeudamiento externo, el tipo de cambio real se ve comprimido y en niveles irrisorios, erosionando aún más la competitividad de los sectores transables y reforzando el sesgo antiexportador que define al modelo argentino actual, -que a pesar de ser un país con sesgo industrial y procesador-, impulsan su evolución hacia el sector servicios; casi en contramano de su propia identidad.
Pero el problema no es meramente económico; es, sobre todo, institucional. La superposición de funciones entre la Nación y las provincias, la duplicación de servicios sin mejora de calidad, la captura de rentas en nichos regulados, y la resistencia corporativa a cualquier intento de desburocratización revelan una arquitectura estatal pensada para conservar privilegios, no para optimizar recursos. Todo se ha reconvertido, pero la inoperancia del Estado, no y eso es el ancla que el sector privado acarrea desde hace años. En este sentido, el reciente intento de simplificación normativa instaurado a partir del 2024, lejos de concitar consensos, desató una ofensiva legislativa en su contra, promovida por quienes ven en el statu quo un resguardo para sus intereses.
En este contexto, falta un profundo pacto que constituya un paso importante, al promover la eliminación de tributos distorsivos nacionales, provinciales y municipales. Sin embargo, el camino es mucho más amplio y exige una reforma integral: desde la modernización de la legislación laboral hasta una planificación estratégica en infraestructura y servicios, pasando por la mejora en la eficiencia de los mercados y una apertura inteligente al comercio internacional. En todo eso, el crédito es un factor importante. Tampoco el modelo argentino es competitivo en ese segmento. Las empresas atan su crecimiento a su propia reinversion, con la consecuente perdida de competitividad frente al marco mundial que se fondea en moneda dura a 20 o 30 años a tasas anuales que en estas latitudes son bimestrales, en el mejor de los casos.
Nada de esto es sencillo. Como en el mito, cada cabeza cortada de la Hidra puede regenerarse si no se cauteriza con firmeza. Pero precisamente por eso, se requiere una voluntad política sostenida, una narrativa coherente y un compromiso social de largo plazo. Solo así se podrá desmontar, con inteligencia y perseverancia, ese monstruo multiforme que mantiene a la Argentina cada día mas alejada de su potencial.
Transformar el “costo argentino” no es una tarea técnica: es una gesta histórica, dura, incómoda y existencial. Y como toda gesta, exige algo más que pericia: reclama coraje político, renuncia al privilegio y una brutal honestidad frente al fracaso estructural acumulado. No bastan voluntarismos ni atajos tecnocráticos; se necesita una élite dirigente dispuesta a quemar sus naves, a sacrificar capital político en pos de una reconstrucción dolorosa pero necesaria. Porque la verdad incómoda es esta: ninguna nación puede aspirar a la prosperidad si persiste en exportar impuestos, ineficiencia y atraso. Y ninguna política de desarrollo es creíble si tolera un tipo de cambio artificialmente deprimido que premia la especulación y castiga al que produce.
Lo que está en juego no es un índice ni una estadística, sino el dilema profundo de una Argentina que aún no ha resuelto su lugar en el mundo. ¿Quiere ser proveedor confiable de la industria alimenticia y bienes, en un planeta hambriento de productividad? ¿O prefiere seguir devorándose a sí misma en el laberinto de su propia miopía económica institucional? El tiempo del diagnóstico se agotó. Ahora comienza la hora brutal de elegir entre integración o irrelevancia. Entre madurez o decadencia, pero sin antes olvidar que la variable económica más importante de la Argentina; fue, es y será el valor de su moneda, hoy extremada y peligrosamente sobrevalorada sometiendo además, a la dramática pérdida de rentabilidad del espectro industrial y generador de valor agregado argentino.
En fin, como siempre, es una opinión que puede o no coincidir. Ud. decide, por eso se expone al criterio del lector, anticipando que no son cuatro los puntos cardinales ni siete los colores del arco iris, dejando las consideraciones de esta temeraria dinámica a su juicio, y sugiriendo que no la desconozca ni pierda tiempo…
Buen domingo para todos..!
Por DMC.