Hoy, en la solemnidad del Domingo de Pascua, la Iglesia entera vuelve a proclamar, con la voz milenaria de su liturgia, aquello que trastoca los fundamentos de la historia y del espíritu: Resurrexit sicut dixit, alleluia. Ha resucitado, como lo había dicho. En esa frase breve, despojada y desbordante, no se encierra solo una afirmación dogmática, sino el corazón mismo del misterio cristiano: el tránsito de la muerte a la vida, del tiempo al Reino, del hombre viejo al hombre nuevo.
La Pascua no es una conmemoración devota ni una efeméride sagrada. Es la irrupción de lo eterno en lo efímero, del amor que vence el abismo, del Dios que no retrocede ante el escándalo de la cruz ni ante el silencio del sepulcro. Es, también, la proclamación de un orden subversivo: aquel en que los últimos serán los primeros, donde la piedra rechazada se convierte en piedra angular, y donde la derrota —sólo aparente— se transforma en victoria definitiva.
La liturgia de esta jornada no escatima símbolos ni densidad teológica. El cirio pascual que rasga la oscuridad, el agua bautismal que engendra vida nueva, el canto del Exsultet que desborda júbilo ancestral… todo converge para anunciar que la muerte ha sido vencida no desde la fuerza, sino desde el amor entregado, desde la obediencia radical de Cristo al Padre, desde la mansedumbre redentora del Cordero.
Pero Pascua no se agota en su belleza estética ni en la potencia teológica de sus signos. Exige ser vivida. Reclama de cada creyente un éxodo personal, una travesía desde sus propios sepulcros interiores hacia la luz de la vida nueva. Y en este siglo cansado de sí mismo, donde la muerte adopta formas más sutiles —individualismo, indiferencia, cinismo, desesperanza—, resucitar es, quizás, más desafiante que nunca.
La resurrección no es evasión, sino compromiso. No es consuelo sentimental, sino desafío ontológico. Nos interpela a vivir como resucitados: sin miedo, sin odio, sin pactar con la mentira, sin claudicar ante las lógicas del poder que crucifican aún hoy al inocente. Porque todo aquel que ha sido alcanzado por la luz pascual ya no puede vivir en la penumbra del egoísmo, ni someter su esperanza a las estadísticas de un mundo que ha hecho del nihilismo una política de Estado.
La Iglesia, madre y maestra, no celebra hoy una idea, sino una presencia. El sepulcro vacío no es una metáfora, es el inicio de una nueva creación. En cada Eucaristía, ese acontecimiento se hace contemporáneo, se perpetúa sin perder su frescura, se ofrece como alimento para la fe en medio del desierto.
Y por eso, en esta hora —tensa, incierta, doliente—, la Pascua no es una evasión mística, sino una proclamación valiente: la vida ha vencido a la muerte. La piedra ha sido removida no solo del sepulcro de Cristo, sino del corazón del mundo. La victoria del Resucitado no anula el dolor, pero lo transfigura; no suprime la cruz, pero la colma de sentido. Porque el Crucificado ha resucitado, y con Él, toda esperanza queda rehabilitada.
Durante la Semana Santa, los pescadores y sus familias participan en misas y procesiones organizadas por la Parroquia Sagrada Familia y San Luis Orione, ubicada en la mítica manzana en vista a la calle Rondeau 551. Estas ceremonias incluyen la bendición de las embarcaciones y oraciones por los trabajadores del mar, horas de reconciliación, esperanza y agradecimiento de la comunidad pesquera del puerto de Mar del Plata.
La Pascua es, en definitiva, la promesa que no defrauda, la aurora irrevocable del Reino que ya ha sido sembrado en el surco oculto del mundo. Que cada creyente —ungido por el óleo del bautismo y encendido por la llama del cirio pascual— se convierta en epifanía viva del Resucitado, no solo por el verbo, sino por el testimonio silencioso de una existencia transfigurada. Porque Dios no se ha cansado del hombre, ni ha clausurado su misericordia ante la dureza de nuestros corazones. Aún hoy, desde cada tumba abierta por el amor, resuena la voz inconfundible del Viviente, como eco eterno de la liturgia celestial: “Surrexit Dominus vere, alleluia! Non est hic: resurrexit sicut dixit. Alleluia «, que significa, «El Señor ha resucitado verdaderamente, ¡Aleluya! No está aquí: resucitó como había dicho. Aleluya«. Es parte de la oración «Regina Caeli«, que se recita durante la Pascua y es una celebración a María por la resurrección de su Hijo, Jesús.
Felices Pascuas para todos.!
Extraído de un discurso Pascual del Padre Morelatti, Parroquia La Sagrada Familia.