En cada familia hay un faro. No siempre es visible. No siempre habla y aconseja. A veces solo está ahí, firme, callado, sin pedir nada, iluminando incluso cuando todo parece oscuridad. Ese faro, muchas veces, tiene forma de padre.
En este Día del Padre, el corazón colectivo late con fuerza por ellos. Por esos hombres de pocas palabras que marcaron el rumbo con el ejemplo. Que enseñaron sin discursos, que guiaron sin imponer, que amaron sin condiciones. Padres que construyeron su legado con el martillo del trabajo y el cimiento de la honradez. Hombres de pocas palabras y enormes gestos. Presencias silenciosas que lo dieron todo. Sin conocer el almanaque y que dia de la semana es para salir a trabajar al alba, al mar o a la vieja plazoleta para arreglar algun paño en la red.
Entre ellos, se destaca una figura que se graba en la memoria con olor y sabor a sal en la sangre, viento en la cara y manos curtidas por el tiempo: el padre pescador. Hijo de la tierra y del mar. Hombre de madrugadas interminables, redes pesadas y soles que no perdonan. Rostros surcados por la intemperie, espaldas cansadas, ojos que conocen el horizonte como quien conoce los sueños que duelen.
Ellos no esperaron reconocimientos. Esperaron una nueva temporada. Y con ella, trajeron vida. Comida. Futuro. Esperanza.
Padres que con cada salida al mar arriesgaron su cuerpo por el bienestar de sus hijos, de sus familias. Que entendieron que el sacrificio no se grita, se hace. Que el amor verdadero no se dice, se demuestra, todos los días en cada acto.
Este día es también un canto a las raíces de los que caminan los muelles haciendo camino en su andar; mirando, aprendiendo y mejorando para catapultar nuevos horizontes. A los padres que llegaron desde las costas italianas con un viejo baul y algunos harapos mezclados con un viejo gabán gris o azul marino y un mundo de valores en el corazón. Trajeron más que un oficio: trajeron una manera de entender la vida. De vivirla con coraje, con dignidad, con pasión y sin reclamos. En cada red lanzada desde las viejas lanchas, iba el sueño de un futuro mejor. En cada regreso al puerto, un triunfo silencioso: el de no rendirse jamás.
Historias de hombres que dialogaban con el mar y soñaban con el porvenir. Padres ausentes en cumpleaños y feriados, pero eternamente presentes en la vida de sus hijos. Padres que dejaron en el mar horas de sueño, de descanso, de juventud, para que sus hijos pudieran crecer, estudiar, elegir. Herencias invisibles pero imborrables. Amor que se transmite en forma de valores. De esfuerzo. De fe.
Hoy, sus hijos y nietos siguen llevando ese legado con orgullo. Siguen creyendo que la familia es sagrada, que el trabajo dignifica, que el mar —como la vida— hay que enfrentarlo con valentía. Que una red rota se repara, como se repara una herida. Que todo lo que se hace con pasión, vuelve con frutos.
Viejos pensadores, filósofos sostenían que en este mundo hay tres tipos de seres: los vivos, los muertos… y los que viven sobre el mar.
No es una exageración. Es una verdad tan antigua como el viento que surca el trinquete.
Los vivos caminan la tierra con certezas. Los muertos descansan en silencio. Pero los que viven sobre el mar… ellos existen en un terreno distinto, en un límite invisible entre la vida y la muerte, entre lo que se puede controlar y lo que solo se debe aceptar.
Son hombres que aprenden a escuchar los susurros del agua y el sonido del silencio, que enfrentan lo desconocido con el pecho abierto, que saben que cada día puede ser una despedida sin aviso. Sobre el mar no hay promesas, solo posibilidades. No hay camino fijo, solo horizonte. No hay tregua, solo coraje. Así ofrendan a diario sus vidas para una mejor vida de sus hijos.
Vivir sobre el mar es vivir con la memoria salada, con el alma marcada por la ausencia, con el cuerpo entregado al sacrificio. Es levantarse cuando el mundo duerme, es amar sin estar, es partir sin saber cuándo y si se vuelve.
No es una vida fácil. Tampoco es una vida común. Es otra cosa. Una dimensión distinta, más cruda, más noble. Una existencia donde el valor no se mide en palabras, sino en actos. Donde se ama en silencio y se sobrevive en comunidad.
Los que viven sobre el mar no son ni completamente de este mundo ni del otro. Son puentes entre generaciones. Son memoria viva. Son espíritu de lucha.
No se los llora cuando no están, se los espera. No se les pide explicaciones, se los honra. Porque llevan en sí mismos algo sagrado: la conexión con lo esencial, con lo incierto, con lo eterno.
Por eso, cuando se dice que hay tres tipos de seres, no se habla solo de estados de vida. Se habla de destinos.
Y los que viven sobre el mar, sin duda, tienen uno distinto. Uno que huele a sal, que sabe a coraje, que mira al horizonte con la certeza de que, pase lo que pase, siempre vale la pena zarpar.
En este Día del Padre, el homenaje es inmenso. Es profundo. Es urgente.
A los que están, y a los que partieron. A los que fueron escudo, refugio, brújula. A los padres pescadores, a todos los padres trabajadores, honrados, nobles.
Gracias. Gracias por ser raíz y futuro. Por sostener sin pedir nada. Por dar tanto sin pedir nada a cambio.
Feliz Día del Padre. Que el amor que sembraron vuelva multiplicado en cada abrazo. Y que el mar, como la vida, los reciba siempre con gratitud.