Hay preguntas que nacen como ironÃa y terminan funcionando como diagnóstico. “¿Más merluza para Mar del Plata?†no interroga la biologÃa del mar ni la abundancia del recurso, expone el modo en que un paÃs administra y controla—o simula administrar— aquello que dice querer desarrollar.
Mientras desde Camarones se anuncia, con la solemnidad de una reparación largamente esperada, el ingreso a una nueva etapa de pesca de merluza como motor de empleo e identidad productiva, en el otro extremo del mapa, en Mar del Plata, la escena conocida insiste, casi con la monotonÃa de lo tolerado, el pescado llega igual, muchas veces sin un control proporcional a su valor económico, sanitario y ambiental, y encuentra destino donde la informalidad no es excepción sino sistema, al menos hasta ahora el capturado en su mayorÃa en el Golfo San Jorge, principalmente el de algunas descargas en puertos del litoral santacruceño.
La intendenta de Camarones, Claudia Loyola, presentó el inicio de temporada como una oportunidad histórica: la localidad —dijo— ya contarÃa con condiciones técnicas, operativas y sociales para participar activamente, y estarÃa cerca de saldar una deuda que el tiempo acumuló sobre la comunidad. El argumento es, en apariencia, irreprochable y hasta deseable, no empezar de cero, sino apoyarse en estudios, acuerdos y una hoja de ruta que prometa trabajo genuino, valor agregado, fortalecimiento local.
A ello sumó la idea de un consenso trabajado en el tiempo —gremios, empresarios, instituciones educativas y cientÃficas, legisladores y Estado— y el entendimiento con el gobernador Ignacio Torres para considerar que éste es el momento oportuno. En esa formulación late un principio razonable, que el recurso no sea sólo extracción y tránsito, sino cadena de valor y arraigo; que el puerto no sea un punto de partida hacia la renta ajena, sino una plataforma para retener empleo, capacidades y futuro. Para eso no solamente hace falta poner en marcha la maquinaria extractiva sino la infraestructura de energÃa eléctrica y agua para que el producto termine desarrollándose en la misma comunidad, fiel al espÃritu del máximo interés social que se levanta como estandarte a la hora de solicitar cuotas de captura pero que después viaja a otras provincias donde se lo procesa, muchas veces en el circuito ilegal.
Sin embargo, basta apartarse del discurso y observar el trayecto para advertir que la discusión real no se juega en el anuncio, sino en el corredor logÃstico y en el régimen de control. En los últimos años se registra —con una regularidad que ya no sorprende— el ingreso de entre seis y siete camiones con merluza fresca capturada en el Golfo San Jorge, en distintos puertos del litoral sur de Chubut y el norte de Santa Cruz, que terminan alimentando, por razones de costos y por las zonas grises de la trazabilidad, un circuito marginal de procesado en Mar del Plata.
No se trata aquà de una polémica folklórica ni de una exageración de algunos parroquianos en el café; es un fenómeno largamente comentado, discutido y criticado por quienes conocen el rubro y por quienes, incluso sin conocerlo, padecen sus externalidades. Lo inquietante no es que exista tránsito de mercaderÃa —eso es parte constitutiva de una economÃa nacional, federal y que goza de derechos propios de la elección privada donde quiera procesar—, sino la persistente sensación de que dicho tránsito ocurre bajo una vigilancia más declamada que ejercida.
Los controles camineros, cuando se reducen a formalidad, producen un efecto corrosivo, convierten a la norma, la ley en escenografÃa. No es que falten; reglamentos, normativa y leyes, sobran. Lo que falta es su traducción práctica, es verificación real de documentación, inspección auténtica de cadena de frÃo, capacidad de detectar inconsistencias, sanciones que no se computen como “costo operativo†dentro del negocio, control sanitario en destino, marginalidad laboral y sobre todo como se hace para que una materia prima sin ningun tipo de trazabilidad, se exporte..!
En ese vacÃo se instala la paradoja argentina por excelencia, se habla de trazabilidad con el mismo aplomo con que se tolera su negación. De esta manera lo que se fortalece no es la producción sino la impunidad, una cadena que se presenta como regular en la superficie, pero que en su espesor puede alojar desvÃos, documentación complaciente y un circuito fuera de la ley que, por su propia naturaleza, premia al que incumple y castiga al que invierte para cumplir. Después, se habla del precio plano de la merluza durante 2 años en base a los $850 el kilo.
La cuestión adquiere un relieve adicional cuando el destino de ese flujo recae en el entramado productivo marplatense. Mar del Plata, capital histórica del pescado, no sólo concentra industria y empleo; también, cuando los controles y el Estado municipal mira hacia otro lado, concentra tentaciones. En ese marco, la presencia de plantas clandestinas o semiclandestinas no es un dato menor ni una anécdota empresaria, es competencia desleal para quienes operan en regla, y además una fuente de daño urbano y ambiental que se expresa con crudeza en aquello que nadie exhibe en conferencias; efluentes, residuos, vertidos y sustancias arrojadas a una red cloacal pública que no fue concebida para absorber determinadas cargas industriales. Allà el problema deja de ser exclusivamente pesquero, se vuelve sanitario, municipal, de infraestructura y de convivencia, además de una mayúscula transgresión al régimen laboral y de recaudación argentino.
Y resulta difÃcil justificar, sin sonrojo institucional, que el municipio del Partido de General Pueyrredón no ejerza con la firmeza debida las competencias que le corresponden sobre habilitaciones, fiscalización y control de establecimientos irregulares, cuando de esa omisión se derivan perjuicios que recaen sobre la ciudad entera.
Llegados a este punto, la pregunta inicial vuelve con una ironÃa menos festiva y más severa. No es “¿habrá más merluza?â€, porque la merluza ya circula. La pregunta pertinente es qué tipo de legalidad circulará con ella, y con qué consistencia se protegerá al circuito formal frente al atajo.
Por eso, si el proyecto de Camarones y la provincia de Chubut aspira realmente a la estatura histórica que invoca, su éxito no deberÃa medirse sólo por el inicio de la temporada, sino por la capacidad de ordenar y planificar integralmente la cadena, desde el muelle hasta el destino final de exportación, pasando por rutas, papeles, plantas y controles que dejen de ser decorativos.
De hecho, es probable —y deseable— que, si la iniciativa prospera con idéntico rigor al que se le atribuye en el plano discursivo, la mayor oferta logre absorberse dentro de la propia localidad, reduciendo el incentivo de derivarla hacia plazas donde el control es intermitente y la informalidad encuentra refugio.
Esa serÃa, en términos estrictos, la verdadera consolidación de un polo productivo que integre lo extractivo social con lo manufacturero, no el que proclama crecimiento, sino el que lo sostiene con instituciones que funcionen.

En definitiva, la cuestión no reside en si circulará más merluza hacia Mar del Plata, sino en qué densidad institucional acompañará ese flujo inevitable de materia prima y valor. Cuando el control se reduce a algo meramente orientativo y la trazabilidad se convierte en un relato administrativo antes que en una evidencia verificable, la economÃa formal queda rehén de un sistema paralelo que prospera por omisión, no por mérito.
Si Camarones y la provincia de Chubut aspiran, con razón, a inaugurar una etapa de crecimiento y arraigo productivo, esa ambición sólo alcanzará estatura histórica si se traduce en reglas ejecutadas, fiscalización efectiva y responsabilidad compartida a lo largo de toda la cadena, desde el muelle hasta el destino final. Lo demás —por elocuente que suene— corre el riesgo de quedar en una proclamación virtuosa que convive, sin corregirlo, con el mismo circuito irregular que desde hace años degrada la competencia, erosiona lo público, banaliza la ilegalidad y sobre todo, impacta de lleno en el régimen laboral de cada integrante de la manufactura.






