Hay una tentación recurrente en el debate pesquero de estos últimos meses, apenas cerrada la temporada de langostino en aguas nacionales: presentar como “orden†y “modernización†lo que, en los hechos, termina siendo un diseño corporativo a medida. No hace falta señalar a nadie para ver el patrón; por la huella se adivina el destino. Cuando la conversación se corre de la sostenibilidad, la trazabilidad y el cumplimiento, hacia la administración del mercado, aparece una matriz peligrosa: pocos actores, mucha influencia, y un Estado empujado a funcionar como escribanÃa de intereses concentrados, con más de un visitante frecuente de los pasillos de Paseo Colón 822.
Lo más inquietante no es que existan miradas empresarias —son legÃtimas— sino que se pretenda convertirlas en doctrina pública, con tono profesoral, como si representaran al conjunto de la actividad y al interés nacional. En esa operación discursiva, a menudo protagonizada por una generación de gerencias comercialmente entrenadas y polÃticamente ambiciosas, el interés particular busca tomar estatus de regla general. Ahà nace el problema: se reemplaza el criterio republicano y libertario —reglas generales, controles efectivos y libertades privadas ceñidas al cumplimiento irrestricto de la ley y las resoluciones— por el criterio corporativo: excepciones, cupos, arreglos y “consensos†negociados, equivalencias forzadas entre quienes hacen las cosas dentro del marco legal y quienes pretenden arrastrar al sistema a la zona gris para luego pedir “regularizaciónâ€.
El “ordenamiento†como coartada
En cualquier pesquerÃa seria, el ordenamiento existe para cuidar el recurso, asegurar controles, sancionar irregularidades, mejorar datos cientÃficos y garantizar previsibilidad normativa. Pero cuando el “orden†se redefine como cuotificación orientada a sostener precios, disciplinar la competencia interna, congelar posiciones y asegurar rentabilidades —a veces con la idea subyacente de licuar costos trasladando el ajuste a la mano de obra— deja de ser polÃtica pesquera y pasa a ser polÃtica comercial con poder de policÃa.
Y esa es la puerta de entrada al corporativismo, cuando el Estado ya no regula para todos; administra para unos pocos.
El falso dilema: “sin papá no hay acuerdoâ€
Otra idea que se repite es que “los privados no pueden coordinarse†y por eso se necesita un árbitro estatal. Pero si el objetivo real es coordinar precios, volúmenes o rentabilidad, eso no es incapacidad: es admitir que la competencia incomoda y que el riesgo de mercado —que se invoca como virtud cuando conviene— se vuelve intolerable cuando baja el precio.
El Estado no está para garantizar armonÃa entre jugadores; está para asegurar reglas neutrales, evitar abusos y proteger el interés público sobre un recurso transzonal, que no es de un puerto, una cámara o una mesa chica. Es de todos los argentinos.
Convertir al Estado en mediador de negocios privados abre un incentivo perverso, cuanto más grande la influencia, más rentable se vuelve la mesa chica. Y cuanto más rentable la mesa chica, menos importa invertir en productividad, valor agregado, innovación o apertura de mercados; el verdadero negocio pasa a ser el diseño de la norma como paradigma necesario para blindar rentabilidades privadas. Es hasta grotesco el esquema que repiten estos grupos: cuando aparecen las utilidades, se declaran liberales por instinto y se apropian del éxito como si fuera un mérito exclusivo; pero cuando llegan los tropiezos y la rentabilidad se derrumba, de golpe el “socialismo†de repartir pérdidas les parece el destino inevitable. Quieren ganancias privadas y rescates colectivos. No es una doctrina: es oportunismo. Y, sÃ, es un planteo mezquino.
Representación “nacional†con bolsillo extranjero
Hay además un punto que debe discutirse con seriedad: en un sector exportador es frecuente encontrar estructuras societarias, financiamiento, integración comercial y decisiones de mercado condicionadas por intereses externos. Eso no es un pecado; es parte del capitalismo global. El problema aparece cuando quienes operan con esa lógica pretenden hablar en nombre de “la pesca argentina†y dictar cátedra sobre “lo que convieneâ€, empujando marcos regulatorios alineados con cadenas de valor y estrategias comerciales que se deciden afuera, y que —como saben bien gerencias y lobistas— también habilitan usufructos propios.
Dicho simple: no es lo mismo producir para un proyecto nacional de desarrollo que encajar materia prima y cupos en una arquitectura internacional donde la mayor renta se captura en otra parte (procesamiento, distribución, marcas, góndola). Y es todavÃa más grave cuando la discusión sobre cuotas en el caladero más productivo del mundo se convierte, de hecho, en una herramienta para revalorizar patrimonialmente empresas de control multinacional, maquillar balances operativos débiles y mejorar perfiles financieros “por regulaciónâ€, no por competitividad. Si el esquema consolida esa dinámica, la pesca se vuelve una plataforma extractiva sofisticada: recurso argentino, trabajo argentino, riqueza capturada afuera. Una versión contemporánea —más prolija y con lenguaje técnico— de los coloniales espejos de colores.
La captura regulatoria disfrazada de “consensoâ€
Cuando se instala que “hay que escuchar a los que sabenâ€, suele esconderse un reemplazo silencioso, la legitimidad democrática por la legitimidad del lobby. El lobby solo sabe per se, no por la credibilidad y sapiencia que da el muelle. La experiencia argentina enseña que la “expertise†no es neutral; muchas veces es interés con retórica técnica y dicción refinada quiere llevarse por delante la historia de la pesca argentina.
Y cuando la norma se escribe asÃ, aparecen los sÃntomas:
- “Derechos adquiridos†que se vuelven intocables, incluso si nacieron en zonas grises o con poco apego a la ley.
- Cupos que cristalizan incumbencias y levantan barreras de entrada.
- Un reparto que premia capacidad de presión, no desempeño, inversión o empleo genuino.
- Un discurso de “derrame†que rara vez alcanza la cadena completa, pero sà asegura estabilidad en la cima.
Lo que deberÃa ser una agenda pesquera en clave nacional, si se habla de ordenamiento, que sea en serio y para todos, por gente creÃble y del sector,
- ciencia y evaluación independiente del recurso;
- trazabilidad y control efectivos, en todas las jurisdicciones. (El recurso es nacional y el control también debe ser nacional);
- sanciones claras y cumplimiento real;
- reglas generales, previsibles y no negociadas caso por caso;
- incentivos al valor agregado en origen y al empleo formal sostenible;
- competencia leal: menos mesas chicas, más transparencia;
- respeto estricto a los permisos y eliminación de atajos normativos: coeficientes multiplicatorios y el esquema —tan elástico como funcional— del “máximo interés socialâ€, una verdadera falacia refregada por la nariz del verdadero obrero necesitado, al que jamás le llega el beneficio.
Esto no impide discutir instrumentos (incluso cuotas) si son técnicamente necesarios. Pero la lÃnea roja es clara, la polÃtica pesquera no puede convertirse en un mecanismo de administración del negocio para beneficio de unos pocos, ni en una herramienta para alinear el sector con estrategias que maximizan rentas fuera del paÃs —a veces incluso para intermediarios que representan más su propia agenda que a las empresas que dicen encarnar y representar.
Argentina no necesita “más corporativismo pesquero†con voz de cátedra. Necesita una polÃtica pública que no confunda orden con reparto, ni sostenibilidad con cartelización, ni interés nacional con conveniencia sectorial.
Cuando el Estado deja de dictar reglas generales y pasa a convalidar pactos sectoriales con lobistas que gastan más suelas en Paseo Colón que en los muelles, no se ordena la pesca; se regula el privilegio y se oficializa el interés de quienes desde Vigo, digitalizan la histórica pesca argentina. Poco serio.






