«Ya no hay margen. No nos dejan opción.», con esas palabras secas y resignadas, Federico Angeleri , director de Marechiare, vendió la suerte de una de las últimas conserveras en pie en Mar del Plata. La empresa, que durante más de 50 años fue sinónimo de caballa argentina en conservación, bajará sus persianas industriales y reorientará su negocio a la comercialización de productos importados. Es el punto final de una agonía prolongada que refleja la crisis terminal de toda una industria nacional.
De las 35 plantas que en los años dorados de la pesca poblaban la costa marplatense, apenas sobrevivieron cinco. El resto fue víctima de una combinación letal: costos de producción que se disparan sin control, consumo interno que se desploma y una avalancha de productos extranjeros que copan las góndolas a precios imposibles de igualar. «Es una reconversión obligada. No porque queramos. Nos están sacando del juego«, afirma Angeleri a Belkis Martínez de La Nación.
Las cifras hablan por sí solas: producir una lata de caballa cuesta hoy $1800 más IVA. Se vende $1400. El precio internacional ronda los 0,90 dólares, mientras que aquí el costo por unidad roza los US$1,60 en origen. El resultado: pérdida asegurada, margen cero, y el capital evaporándose entre impuestos, inflación y convenios laborales que datan de 1977 y nunca se aggiornaron a la nueva realidad industrial.
La industria nacional, rehén de su propio sistema.
Mientras Ecuador y Tailandia —gigantes globales del atún y la industria conservera— optimizan procesos y exportan marcas terminadas con beneficios impositivos, en Argentina producir es un acto de heroísmo empresarial. “Pagamos el precio de ser locales”, sentencia Angeleri. «Nos encarece la mano de obra, el aceite, la logística. Todo lo que es argentino suma costos. Mientras tanto, las importaciones llegan libres de IVA o con reducciones impositivas. ¿Cómo competimos con eso?«.
Durante años, las conserveras intentaron negociar nuevas condiciones laborales, modernizar procesos, readaptar convenios. Siempre con la misma respuesta: puertas cerradas. Hoy, la palabra “sindicato” en el sector no evoca defensa del empleo, sino rigidez. Y la consecuencia es la desaparición del empleo.
De industria nacional un showroom de latas importadas
Con el colapso del negocio de la caballa, Marechiare virará ahora a importar productos listos para vender, con marca terminada, desde Ecuador. Es un giro rotundo, doloroso, pero inevitable. «Vamos a seguir existiendo, pero no como antes. Ya no somos industria, somos distribuidores«, admite Angeleri. Una empresa que sostiene más de 100 trabajadores, hornos encendidos día y noche, barcos trayendo materia prima local, hoy se reduce a un depósito y un escritorio de importación.
La caballa que se pescaba frente a las costas argentinas, que se descabezaba y evisceraba en tierra, y que se transformaba en símbolo de calidad nacional, será reemplazada por latas extranjeras.
La historia de Marechiare no es solo la de una empresa que cae. Es la historia de un modelo que se rompe, de una ciudad que pierde otra pieza de su identidad productiva, y de un país que parece no buscar el caldo de cultivo para el desarrollo industrial.
Hace medio siglo, Mar del Plata era una potencia conservera. Hoy, cada cierre es un obituario más en la memoria económica del país. Y la sensación que queda es la de abandono. “La industria pesquera argentina ya no es negocio”, repite Angeleri como quien dicta una sentencia.
En este nuevo capítulo, Marechiare no será más fábrica ni marca nacional. Será el nombre en una etiqueta en una lata que llegó en un contenedor, desde algún puerto del Pacífico. Y eso, quizás, es lo más triste de todo. Producir e industrializar, hoy en la Argentina parece un privilegio o un suicidio económico.