Hay temas que, por más incómodos que resulten, no pueden silenciarse ni dejar de abordarse con la profundidad que merecen. Uno de ellos —y no menor— es el colapso funcional y operativo de los espacios en los muelles del puerto de Mar del Plata. Una problemática que no admite eufemismos ni dilaciones.
La falta de espacio para el amarre y la operatividad portuaria no se debe, únicamente, a un crecimiento de la flota o a un mayor dinamismo en la actividad pesquera o científica. Hay un componente estructural e histórico que impide, en los hechos, una gestión eficaz: la superposición de jurisdicciones, potestades dispersas, marañas de resoluciones y normativas que, juntas, conforman el entramado perfecto para que la burocracia se imponga al sentido común. Es la burocracia, ese monstruo de mil cabezas, la que impide que las cosas se hagan.
El caso paradigmático es el de la draga Mendoza 259 C, una embarcación que, con 116 metros de eslora, yace desde hace casi una década inactiva en la escollera norte, ocupando un valioso espacio operativo, mientras su deterioro avanza inexorablemente. Fabricada en 1979 en los astilleros españoles AESA de Sestao y alistada ese mismo año por la Secretaría de Estado de Intereses Marítimos, la Mendoza alguna vez fue símbolo de capacidad estatal en materia de dragado. Hoy es una postal viva del abandono.
Lo más preocupante no es ya su obsolescencia técnica —que la tiene—, ni su condición de chatarra flotante, sino el riesgo ambiental y logístico que representa. En su bodega de captura y almacenamiento de limos reposa un material altamente contaminante. Un rumbo bajo la línea de flotación, producido por años de golpes contra el muelle y falta de mantenimiento, amenaza con convertir a la Mendoza en un siniestro ecológico de proporciones considerables.
De hundirse —y el riesgo no es remoto— la embarcación no solo inutilizaría alrededor de 120 metros de muelle en un puerto sediento de espacio, sino que además podría liberar sustancias tóxicas al ecosistema portuario. Aun así, la inacción persiste. Nadie, por ahora, parece dispuesto a asumir el costo político, económico y técnico de removerla.
El desconcierto institucional es manifiesto. La Armada, el INIDEP, el Consorcio Portuario, la Nación, la Municipalidad, y quién sabe cuántos más, se reparten competencias y responsabilidades como piezas de un rompecabezas que nadie está dispuesto a armar. Ni siquiera la intervención directa del Jefe del Estado Mayor Conjunto de la Armada, almirante Julio Guardia, o las gestiones iniciadas por el Comodoro Roberto Fernández con autoridades del INIDEP, han logrado torcer la lógica del “siga, siga”.
Y si no se hace nada, algo pasará. Esa es la certeza que hoy muchos prefieren ignorar.
En su momento se habló de desguazar la embarcación. Otros propusieron su traslado, previo chequeo estructural del casco. Incluso hubo quienes vieron con interés la posibilidad de reutilizar la estructura. Nada se concretó. Nada se intentó con decisión. Todo quedó en manos de la inercia.
El historial de frustraciones es largo. Entre 2008 y 2013 el Estado gastó 27 millones de dólares en dragado, sin lograr una mejora sostenida. En 2013 la Mendoza fue parte de una licitación que involucró a empresas de Brasil y Argentina para tareas de mantenimiento del canal secundario. Las batimetrías posteriores demostraron que el trabajo fue deficiente. En 2015 dejó de operar definitivamente. En 2019 se anunció oficialmente su remoción para “recuperar 120 metros de muelle”, una promesa que, a la fecha, sigue sin cumplirse.
El caso incluso llegó al Congreso, mediante un pedido de informes firmado por los diputados Pablo Arias, Alfredo Lazzeretti y Ricardo Vago. Allí se denunciaba lo obvio: que la draga estaba lista para desguace y que su permanencia en el puerto carecía de toda lógica. Nada cambió.
Mientras tanto, algunos políticos —los mismos que repiten discursos prefabricados sobre el impacto de la explotación offshore a 400 km de la costa y a 2.000 metros de profundidad— ignoran olímpicamente esta amenaza real, inmediata y tangible que flota en el centro del puerto. Una ironía cruel: se discute lo hipotético mientras se evade lo evidente.
La pregunta no es si debe resolverse, sino quién lo hará. ¿Será la Subsecretaría de Puertos y Vías Navegables? ¿Será un esfuerzo conjunto entre actores públicos y privados? ¿O será, una vez más, la nada?
El tiempo corre. La cuenta regresiva comenzó hace años. Y si no se actúa pronto, el precio a pagar será altísimo: en espacio, en operatividad, en daño ambiental. Lo advirtió un capitán con décadas de experiencia: “Si se va para abajo, estamos listos”.
Es hora de ponerle el cascabel al gato. Porque la Mendoza no es solo una draga abandonada: es el reflejo más crudo de un sistema que ha elegido convivir con el problema en lugar de resolverlo.