La temporada sigue su curso en el calendario, pero en el mar, casi no hay barcos. Los barcos amarrados, alineados uno tras otro. Los muelles están llenos de actividad suspendida, de motores que no arrancan, de hombres esperando embarcar. Todo el movimiento que debería darse en alta mar quedó varado en tierra firme.
La flota tangonera congeladora, clave para la exportación de langostino argentino, permanece inmóvil por un conflicto gremial que no encuentra solución. Desde un lado se acusa al otro de intransigente. Las cámaras empresarias afirman que ofrecieron alternativas salariales razonables y señalan que sólo lograron acuerdos con algunos gremios, mientras que otros —como SOMU y SIMAPE— mantienen una postura cerrada e inflexible. Los sindicatos, por su parte, sostienen que las propuestas patronales son insuficientes y que no hay voluntad real de negociación del sector empresario porque no admiten baja de salarios.
Ambos sectores coinciden en una sola cosa: la intransigencia está en el otro.
En ese cruce estéril, la temporada se esfuma, y con ella se pierden días de trabajo, toneladas de producción, ingresos por exportación y horas de esfuerzo que no se traducen en crecimiento y desarrollo. No hay quien capitalice este escenario. Por el contrario, cada parte asume un costo alto: económico, político y social.
La parálisis de una flota no solo detiene barcos. Congela la confianza, retrasa acuerdos y alimenta un clima de frustración en puertos y plantas procesadoras. Las ciudades costeras —dependientes de la zafra para su movimiento económico— sienten el impacto de forma directa y en algunas ciudades, alarmante.
La industria pesquera necesita previsibilidad, acuerdos sólidos y reglas claras. Pero también necesita madurez colectiva para superar lógicas de confrontación que, lejos de fortalecer al sector, lo debilitan.
No hay ganadores cuando los barcos no salen a pescar. ¿Podría iniciarse un escenario de acuerdos directos entre empresas y gremios de la marinería que destrabe esta indeseada situación?…