En el crisol del cambio que atraviesa la Argentina contemporánea, la reforma laboral asoma como uno de los eventos más ambiciosos y disruptivos en la arquitectura jurídica del trabajo desde la recuperación democrática. Una transformación que ya no admite pausas ni retornos, pues no responde únicamente a la voluntad política, sino al empuje inevitable de un nuevo orden productivo global, en el que la tecnología, la flexibilidad y la inteligencia artificial marcan el compás.
La Ley de Bases N.º 27.742E, acompañada del DNU 70/2023 y sus normas complementarias –como el Decreto 847/24 y la Resolución AFIP 5577/24– constituye el ariete que, con furia reformista, desarticula estructuras laborales perimidas, pensadas para una era de empleador único, fábrica cerrada y tareas rutinarias. El discurso inaugural del presidente Javier Milei, en marzo de este año, confirmó sin ambages que el derecho laboral argentino, en su matriz tradicional, ha devenido obsoleto frente a la robótica, la automatización y la organización flexible del trabajo, pero haciéndolo extensivo a la actividad pesquera, lejano a lo que el mercado esta dispuesto a pagar por un producto de origen marino.
El decreto 847/2024, emitido por el Ejecutivo en el marco de la reforma laboral impulsada por el gobierno de Milei, introduce un nuevo sistema de indemnización por despido, diseñado para ofrecer mayor flexibilidad tanto a los empleadores como a los trabajadores. Este nuevo esquema, denominado «sistema de cese«, viene a sustituir el régimen tradicional de indemnización previsto en el artículo 245 de la Ley de Contrato de Trabajo (Ley N° 20.744) y se establece como una opción dentro de las negociaciones de convenios colectivos, dejando de lado la preexistente legislación que dice: » El empleador que despide en forma arbitraria o injusta debe pagar la indemnización al trabajador aunque no haya ocasionado daño concreto y el trabajador tampoco puede pedir una indemnización mayor a la fijada por ley, aunque haya sufrido un perjuicio aún mayor «.
Nuevo pacto laboral
Entre las medidas centrales, sobresale la ampliación del período de prueba a seis meses, eventualmente prorrogable por acuerdo colectivo, lo que concede mayor margen a las empresas para evaluar desempeños sin incurrir en los rigores del despido tradicional. A su vez, el Fondo de Cese Laboral se presenta como una opción disruptiva al régimen indemnizatorio vigente, habilitando un mecanismo de ahorro previsional compartido entre empleador y trabajador.
La reforma también da forma a una figura intermedia, la del trabajador autónomo con hasta tres colaboradores, que cristaliza nuevas formas de trabajo más acordes con el emprendedurismo digital y el trabajo por proyectos. Paralelamente, se ha abierto un proceso de regularización laboral con condonación de multas y deudas, en una apuesta decidida por blanquear la informalidad estructural que lastra al mercado argentino desde hace décadas.
En materia de licencias, el nuevo régimen contempla vacaciones fragmentadas, ampliando la autonomía de las partes y armonizando las necesidades del empleador con la vida personal del trabajador. Se reglamenta además la licencia por maternidad, estableciendo criterios más acordes con la equidad de género y la inclusión familiar.
Particularmente polémica ha sido la regulación de la huelga, donde el marco normativo habilita sanciones frente a medidas que bloqueen el funcionamiento esencial de una empresa, entre ellas los «piquetes», las ocupaciones y los bloqueos dolosos.
Se incorporan, asimismo, mecanismos específicos para los despidos discriminatorios, con sanciones pecuniarias adicionales, aunque se excluye la reinstalación forzada, en línea con una lógica indemnizatoria antes que restitutiva.
A esto se suman la flexibilización de los contratos laborales y una batería de medidas de alivio para las PyMEs, entre las cuales se permite, por ejemplo, el pago en cuotas de indemnizaciones, configurando así un esquema gradualista que contempla las asimetrías del tejido empresarial.
Cambios normativos y nuevas costumbres
La transformación laboral no se limita al plano legal: emergen nuevas prácticas empresariales que, aún antes de ser codificadas, ya estructuran el trabajo cotidiano. El banco de horas, las vacaciones en tramos semanales, el trabajo en fines de semana con esquemas rotativos, la tercerización mediante contratos de resultados, y la jornada alternativa, quebrada o intensiva, son ya moneda corriente en sectores como minería, gastronomía, turismo y logística.
¿Y la pesca? Bien, gracias. Mientras numerosos sectores productivos emprenden, con mayor o menor celeridad, el tránsito hacia modelos adaptativos que respondan a las exigencias de un mercado en constante transformación, el sector pesquero argentino permanece firmemente anclado en estructuras que revelan una notoria resistencia al cambio. Bajo la aparente defensa de derechos históricos, se perpetúan lógicas de representación que, más que velar por los intereses del trabajador, tienden a reproducir privilegios corporativos. En este escenario, los negociadores se erigen como custodios de sus propias posiciones, desplazando al verdadero sujeto colectivo del sistema: el trabajador embarcado.
Esta situación se agrava cuando se olvida que el derecho a pescar no constituye una propiedad adquirida, sino una concesión otorgada por la Nación, y por tanto, sujeta al cumplimiento de finalidades públicas. Mientras desde ciertos sectores se insiste en blindar márgenes de rentabilidad específicos, en el horizonte próximo asoman flotas foráneas menores a 40 metros, ociosas y sin lugar donde pescar pero dispuestas, a disputar una porción de la riqueza ictícola argentina bajo el eventual marco de procesos licitatorios que vuelven a ingresar al debate.
Así, bajo el disfraz de continuidad, se reinstalan esquemas que parecían haber quedado en la penumbra de otro tiempo, desconociendo los imperativos de eficiencia, sostenibilidad y transparencia que el presente impone. La pesca, como sector estratégico, no puede permanecer encapsulada en una lógica de inmovilismo gremial ni en una visión de corto plazo. El desafío es superar la retórica de la defensa sectorial para construir, con madurez institucional y visión de futuro, un nuevo convenio colectivo de trabajo apuntando a la productividad y la permeabilidad del mercado de la demanda y los precios internacionales. Porque lo que está en juego no es sólo un modelo económico erosionado por variables ya conocidas, sino un paradigma llamado convenio colectivo de trabajo de un recurso vital y la dignidad del trabajo en alta mar.
Hoy cuando el mundo del teletrabajo y el modelo híbrido se institucionalizan como fórmulas estables. La inteligencia artificial y la tecnología de control remoto –mediante sensores, cámaras y software especializado– penetran en la gestión operativa, en ocasiones borrando los límites entre supervisión legítima y vigilancia excesiva, cuestión que sin duda será objeto de futuros debates judiciales y convencionales. La mano de obra a bordo sera parte de esa reconversión.
Frente a este panorama, resulta impostergable revisar no sólo la ley, sino también el contrato social del trabajo. Se reclama un ius variandi con flexibilidad negociada, no impuesto. Los convenios colectivos deben aggiornarse para incorporar las lógicas del trabajo del siglo XXI: tareas por objetivos, esquemas flexibles, retribución variable y actualización tecnológica constante y sobre todo productividad como unidad generadora licuadora de costos.
Para aclarar, el ius variandi constituye una manifestación concreta del poder de dirección que asiste al empleador en el marco de la relación laboral, permitiéndole introducir modificaciones unilaterales en aspectos accesorios o no sustanciales del contrato de trabajo. Esta prerrogativa, sin embargo, no es absoluta ni discrecional: se encuentra rigurosamente acotada por los principios de razonabilidad, buena fe y equilibrio de prestaciones, pilares esenciales del derecho del trabajo. Su ejercicio legítimo exige que tales alteraciones no impliquen una desnaturalización de la prestación originaria ni generen un menoscabo patrimonial, moral o funcional para el trabajador. En definitiva, el ius variandi no es una herramienta de imposición, sino un instrumento de gestión flexible cuya validez está sujeta al respeto por la dignidad del trabajador y a la proporcionalidad en el vínculo jurídico-laboral.
La educación, por su parte, tiene un rol indelegable: no habrá reforma laboral sostenible si la formación profesional no prepara a las nuevas generaciones para un mercado de trabajo en donde muchas de las profesiones actuales serán prescindibles, y otras aún no han sido inventadas. La productividad debe ser el eje central del modelo productivo de la actividad primaria extractiva. Ese esquema de igual tarea por igual remuneración, debe mutar a mayor remuneración por mayor productividad y mejor calidad de trabajo. Para eso el trabajador debe calificarse, debe capacitarse y sobre todo entender que efectivamente un trabajador es un engranaje más en el sistema productivo y comercial.
Tanto Carlos Torrendell, desde Educación, como Julio Cordero, desde Trabajo, llevan sobre sus hombros el desafío de construir un nuevo sistema de inserción laboral que no excluya, sino que integre, que flexibilice y anticipe, y que, sobre todo, no sacrifique el capital humano argentino en el altar de la inercia legislativa.
La reforma laboral argentina no representa el cierre de un ciclo, sino el inicio de un proceso ineludible de transformación estructural hacia un modelo de relaciones laborales alineado con las exigencias contemporáneas de innovación, globalización y competitividad. Este nuevo escenario no admite lecturas ancladas en el pasado ni tolera esquemas obsoletos: impone, en cambio, una revisión profunda de las lógicas de organización del trabajo y de distribución de responsabilidades dentro de la cadena de valor. La actual inmovilización operativa de la flota congeladora y el dudoso acople de la flota fresquera no son sino manifestaciones de una incomprensión sistémica sobre el sentido y el alcance del cambio en curso. El desafío no radica en trasladar cargas económicas de un eslabón a otro, sino en construir un modelo flexible, eficiente y moderno, capaz de responder a una demanda internacional que valora productos de calidad premium, pero penaliza severamente con precio y demanda, la ineficiencia en su gestión.
En el ámbito estrictamente pesquero, marisquero y congelador, es evidente que tanto las partes involucradas como la opinión pública están al tanto de la problemática estructural que atraviesa el sector. La situación requiere con urgencia un cambio de enfoque, orientado hacia una solución definitiva y sustentable. El proceso de negociación entre cámaras empresarias y gremios parece haber llegado a su límite, lo que evidencia la necesidad de avanzar hacia un esquema más flexible e integral que contemple las múltiples aristas del conflicto. La preocupación ya ha escalado al ámbito gubernamental: si este año no se concreta la zafra en aguas de jurisdicción nacional, el Estado dejaría de percibir ingresos significativos, estimados en al menos 620 millones de dólares en exportaciones, una pérdida considerable en el actual contexto económico.
Frente a este escenario, resulta indispensable avanzar hacia un nuevo Convenio Colectivo de Trabajo (CCT) que garantice un equilibrio justo entre las partes, evitando soluciones unilaterales que perjudiquen a uno de los sectores en beneficio exclusivo del otro. Como alternativa, podría evaluarse una vía de negociación directa entre grupos empresarios y trabajadores, evitando el tradicional esquema de cámaras y gremios, en búsqueda de acuerdos más adaptados a la realidad operativa, especialmente en el caso de la flota fresquera ante una eventual paralización.
Cualquiera sea la salida, no será sencilla, ni puede ya atribuirse únicamente a las partes sindicales o empresariales, que han alcanzado el límite de su capacidad de acción. La resolución del conflicto demandará una intervención decidida del gobierno, que actúe como mediador activo o a través de la Secretaría de Trabajo, facilitando un marco que permita recomponer el equilibrio perdido. En el siglo XXI, una rendición incondicional es tan impensable como inviable. Las cartas ya están sobre la mesa, y cualquier solución realista no llegará antes de fines de junio una vez terminada y analizada la movida después del esperado encuentro en Barcelona.
En este nuevo marco, es la demanda —y no estructuras de costos heredadas— la que fija los parámetros económicos fundamentales. A partir de ello, corresponde una reconfiguración integral del ecosistema productivo, que involucra al Estado nacional mediante sus esquemas impositivos y regulatorios, a los proveedores de servicios vinculados a la actividad, y a todos los componentes del factor trabajo, sin excepción. La obtención de rentabilidad ya no puede ser interpretada como una expectativa sectorial aislada, sino como el resultado de una articulación racional de intereses, esfuerzos y responsabilidades compartidas. Alcanzar dicho equilibrio constituye hoy el principal reto para garantizar la sustentabilidad de la actividad pesquera argentina en el contexto global e interino, por demás complejo.